sábado, 28 de diciembre de 2019

El privilegio de la compañía. Por Antonio Valencia Díaz

El costalero/a es cada persona encargada de llevar sobre sí, o cargar de una manera específica, la imagen o imágenes en los pasos que forman parte de los cortejos procesionales.
 
Su nombre viene dado de una prenda que protege la cabeza y el cuello: el costal. Los miembros de una cuadrilla van dispuestos bajo el paso en trabajaderas, travesaños de madera que cruzan el ancho de las andas, y donde cada integrante apoya su cerviz.
 
Según su función, que deriva del lugar que ocupa, obtiene diferentes nominativos. “Pateros/as”, persona que trabaja en las esquinas del paso. “Fijadores/as”, que ayuda a los anteriores y refuerzan sus movimientos. “Corrientes”, ocupando el tramo central de la trabajadera y que en muchas ocasiones se ven penalizados por los desniveles de nuestras calzadas. Y “costeros”, posicionándose en los costados del paso. Aun con la importancia de cada función, todas y cada una de estas almas adquieren un valor único e igual al resto del engranaje fundamental y necesario para que los pasos tengan – y transmitan- vida.
 
Si bien estas definiciones pueden servir para acercarnos a una noción general y sencilla del mundo de la carga, la siguiente afirmación con traje de contradicción guarda muchas otras, u otras muchas: si bajo un paso uno más uno son dos, una cuadrilla no es simplemente la suma de sus integrantes. Son muchas las aristas que han de conformar su sentido y su función.
 
De joven, mi concepción sobre la figura del hermano/a costalero/a era el de una persona discreta, casi anónima, y bendecida por la intimidad que dan cuatro faldones que en su interior se convierten en un lienzo para que cada uno/a abrace los pinceles de sus silencios y dibujara una obra desde el corazón, compartiendo pigmentos con aquellos que le rodean, y “secuestrados y abrazados” bajo el mismo peso.
 
Los años te hacen conocer y reconocer muchos perfiles dentro de la parihuela, algunos alejados de blanco ideales y de discreciones (tiempos complicados éstos de las redes), y otros que refuerzan la catequesis interna que escribe cada uno para sus razones y para pintar colores a los primeros atardeceres de la primavera. No son pocos éstos, que además de adherirse con su esfuerzo, su técnica, su disciplina, su fe o su ilusión, andan pies sobre pies para tratar de ofrecer una buena chicotá en su Semana Santa. Pies sobre pies, vistiendo su mirada y sonrisa con la ilusión del niño/a que en su día fue. Pies sobre pies anudando en su faja facultades imprescindibles como el compromiso, la puntualidad, el compañerismo, la actitud, la bondad, el respeto, el silencio, la lealtad.
 
Son muchas las personas que pintan colores a los marzos y abriles, muchas razones, y muchas sus verdades.
 
No soy quién – además alejado ya de saborear esos lienzos- para aconsejar ni definir brochas o pinceles, pero sí para buscar este contexto donde entender una felicitación con nombre propio. Quizás no sea el más alto, el más fuerte, el más carismático o experimentado de los costaleros, pero atesora tantas virtudes como el que más. Y ademas de acoger el peso año tras año de su Virgen sin rechistar y con sus silencios, siempre nos da un buen ramo de colores a lo largo del año y los años. Un color en su sonrisa, en su amistad, en su sinceridad, un color en su camiseta, una chispa en su arte, en la manera de entender esto, un color incluso en los primeros segundos de un año que empieza acordándose de otros; un color de humildad, decenas de colores con pétalos de lealtad. Y un color con nombre de Nerea.  Y con costaleros así todo nos es más fácil a los demás.
 
Este año, más que nunca para ti, Felicidades Juan José, ¡feliz 2020 Tito!
 
Tu felicidad también es la nuestra.